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viernes, 2 de noviembre de 2018

Vamos al cine

      

¿Mis diez películas favoritas?

¡Qué difícil es elegir!

   
Invitado por el buen amigo Jordi Manzanares, me vi hace unos meses en la difícil tesitura de escoger mis diez películas preferidas y exponerlas en Facebook. No tardé en rendirme a la evidencia: ¡mis películas favoritas no son diez! ¡Ni cien! Casi cada una que he visto ha dejado en mi recuerdo algo que la hace imprescindible, y las que no tienen esa fuerza las olvidé casi inmediatamente.
De modo que, dejándome de preferencias, me limité a sumergirme en la memoria e intenté recordar las primeras sensaciones que la gran pantalla iluminada sembró en la mente de aquel niño de cinco o seis años que descubrió el cine para, a partir de ahí, seguir avanzando hasta reunir los diez escalones solicitados, con diez películas que no son ni las mejores ni las que más me gustaron, pero que no he olvidado y que me sirvieron para cumplir el compromiso.

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El primer filme que viene a mi memoria es una producción española que, por una u otra razón, vi media docena de veces seguidas: Jeromín (Luis Lucia, 1953).
Es conocida la trama de este relato del padre jesuita Luis Coloma que narra la infancia del bastardo del emperador Carlos (primero de España, quinto de Alemania) que, de adulto, se convirtió en don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto. Luis Lucia tomó el relato, lo aligeró de referencias y comentarios históricos y lo convirtió en una aventura juvenil que se veía con agrado, y que yo devoré enfervorizado, enamorado infantilmente de una hermosa Ana Mariscal, quizá mi primer amor de la pantalla, disfrutando de las patochadas del capitán Diego Ruiz (Antonio Riquelme) y sin atreverme a soñar en ser Jeromín en el cuerpo de Jaime Blanch.
   
    
Diego Ruiz (Antonio Riquelme) alardeando de valentía ante Jeromín (Jaime Blanch).
Doña Magdalena de Ulloa (Ana Mariscal).

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El experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass Experiment, Val Guest, 1955) fue la segunda cinta que me vino a la cabeza. Esta película británica "de miedo" nos deslumbró (hablo en plural porque la vimos juntos toda la pandilla de mis diez u once años) en el cine La Leonesa, un local veraniego al aire libre de Carabanchel Alto, allá por 1959 o 1960. No he vuelto a sentir nunca la opresión del terror como aquella noche. Y no se trata de efectos visuales o de monstruos terroríficos, aunque la temible criatura venida del espacio llegue a ser una especie de pulpo maligno: el horror estaba en la mirada del astronauta que regresa a la Tierra solo en la nave en la que habían partido tres...
Val Guest dirigió esta película (basada en la serie televisiva del mismo título) que tuvo su continuación luego con otras dos aventuras más de las arriesgadas investigaciones del doctor Quatermass, a quien daba vida el imponente actor británico Brian Donlevy.
No se trata de una obra maestra, es sólo cine británico de serie B, pero si esto no es gran cine, no sé dónde puede buscarse.
   
Cartel estadounidense. 
El cohete regresa del espacio y aterriza violentamente en la campiña inglesa.
El astronauta sobreviviente es llevado a la enfermería, donde se realiza una infructuosa investigación para descubrir las causas de lo sucedido en el espacio.
   
El paciente escapa del hospital ayudado por su esposa, convirtiéndose en una peligrosa amenaza.
La criatura espacial se refugia en la catedral londinense.

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Mi tercera elección fue The adventures of Quentin Durward (Richard Thorpe, 1955), que para los espectadores que la disfrutamos en un glorioso programa doble en el cine Imperio de Carabanchel Alto allá en los lejanos cincuenta se convirtió en Quintín Duward (sonaba mucho entonces aquella marca relojera suiza). La película es una gozosa sucesión de maravillosas y coloridas escenas de aventura con elegantes toques de humor en el soberbio CinemaScope que entonces era aún una novedad, destacando la espectacular lucha de Quentin Durward (Robert Taylor) y el conde de La Marck (Duncan Lamont) en las cuerdas del campanario.
Robert Taylor era por entonces el héroe que todos queríamos ser (bueno, teníamos bastantes dudas de si era mejor Gary Cooper, perdón, Gari Cúper), y junto a él, la bella Kay Kendall, con su aristocrática naricilla, y el grandioso, en todos los sentidos, Robert Morley. Después descubrimos que en la vida real Robert Taylor estuvo lejos de ser tan ejemplar como sus personajes en la pantalla, dejando el feo recuerdo de su actitud durante la caza de brujas del senador McCarthy. Pese a todo, no puede dejar de admirarse la carrera de este actor, al que hemos visto bailando en algún musical en blanco y negro antes de ser Marcus Vinicius, Ivanhoe, Lancelot y tantos otros héroes, para al final superar sus repetidas interpretaciones "heroicas" con una actuación escalofriante en la tardía The Last Hunt, de Richard Brooks (no estrenada en España), en la que, junto a Stewart Granger, borda su papel de viejo cazador de búfalos.
Quentin Durward fue la tercera película en la que Richard Thorpe dirigió a Robert Taylor, y a pesar de su sólida factura resultó un mediano fracaso económico, a diferencia de Ivanhoe y Los caballeros del rey Arturo, las dos anteriores, grandes éxitos de taquilla.
Las imágenes reproducen otro cartel de época y varias escenas de la película.
  




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Potente cartel español de Jano.
El salario del miedo (Le salaire de la peur, Henry-Georges Clouzot, 1953), la cuarta de las películas que consideré favoritas en el momento de redactar aquellas entradas en Facebook (lo que no significa que las tenga ordenadas en mi cabeza), es un escalofriante ejercicio de cine en blanco y negro, de aquel cine que descubrías en la sesión continua del local de reestreno de tu barrio sin saber lo que ibas a encontrar. Y lo que te encontrabas en El salario del miedo era una brutal sensación de angustia que iba aumentando hasta dejarte sin respiración. No el miedo tramposo de las películas de horror a base de trucos de efecto, sustos y banda sonora efectista, sino el miedo del hombre real en el mundo real que siente la amenaza del peligro real. Ese miedo que no termina cuando se abandona la sala, sino que forma parte de las angustias diarias de las personas auténticas, que se ven obligadas a convivir con él y luchar por no dejarse abatir.
Los elementos, los justos: un grupo de desheredados de la fortuna enfrentados a la posibilidad de escapar de la miseria arriesgando su vida en una labor suicida: transportar un cargamento de volátil nitroglicerina en pesados camiones por una peligrosa carretera de montaña rumbo a una explotación petrolífera en llamas. Nada más, nada menos.
Dirigida por Henri-Georges Clouzot sobre una novela de Georges Arnaud, su reparto lo encabezaba Yves Montand, a quien acompañaban un genial Charles Vanel, el italiano Folco Lulli, la esposa del director, Vera Clouzot, y Peter Van Eyck.  
En la pantalla, cine de verdad.
        

    
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Para la quinta etapa de esta odisea cinematográfica elegí una ácida comedia francesa, El embrollón (L'Emmerdeur (Édouard Molinaro, 1973), basada en una obra teatral de Francis Veber.
En la extensa carrera de Billy Wilder sólo conozco dos películas (las dos, versiones de filmes ya existentes) en las que, para mí, no fue capaz de mejorar el original: pese a la eficacia de la pareja Lemmon Mathau en ambas, ni Primera plana es mejor que Luna nueva ni Aquí, un amigo supera (de hecho, apenas se acerca) al vitriólico producto que Édouard Molinaro ejecutó sobre un guión perfecto de Francis Veber que ya había paseado por los escenarios.
El propio Veber perpetró posteriormente otra versión, de la que no tengo referencias pero que dudo mucho que igualara a aquella que a principios de los años setenta nos demostró que Jacques Brel podía ser tan eficaz en una pantalla como ante un micrófono y que Lino Ventura era una figura iremplazable en el cine europeo.
Humor francés, humor internacional , humor a secas.
   


    
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La sexta cinta que incluí entre mis favoritas no tiene mucha discusión. Tenía la intención de traer a Tony Curtis, y la lista de títulos en los que el actor neoyorquino participó es muy extensa y contiene más de una y más de dos joyas, así que, tras dudar entre dos de los papeles menos habituales de este dúctil actor, capaz de enfrentarse sin desmerecer a Laurence Olivier, Burt Lancaster, Sidney Poitier, Yul Brinner o Jack Lemmon, abandoné para otra ocasión Chantaje en Broadway y me decidí por El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, Richard Fleischer, 1968), película estremecedora sin estridencias, como a mí me gustan. En estos tiempos en los que crecen como setas los filmes y series sobre asesinos múltiples, me parece ilustrativo revisar cómo trató el tema allá en 1968 (¡el verano del amor!) un autor como Fleischer, menos recordado de lo que a mi juicio merece. Su trabajo tanto en esta como en otra aún más extremadamente cruda cinta paralela rodada tres años después, El estrangulador de Rillington Place, demuestra, con su capacidad para el cine más arriesgado de aquel momento (que sigue manteniendo toda su fuerza casi medio siglo después), que era más que el artesano que suele considerársele, que fue un genuino y gran director. A sus órdenes, Tony Curtis mostró, a su vez, su valor como actor de carácter, abandonando su habitual papel de galán para realizar una de sus más contenidas, expresivas y sentidas actuaciones.
En la película acompañaban a Curtis estrellas tan sólidas como el pétreo Henry Fonda, el enorme George Kennedy, el ubicuo y eficaz Murray Hamilton, el veterano Jeff Corey o la explosiva Sally Kellerman.
     



    
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Para el séptimo día del desafío lanzado por Jordi en Facebook decidí no andarme por las ramas y buscar una auténtica obra maestra, una de esas maravillas de las que nadie es capaz de hablar mal, dirigida por un autor que ocupa un destacado puesto en el olimpo cinematográfico y con un plantel de actores en estado de iluminación, con Jean Gabin, Erich von Stroheim y Pierre Fresnay en los principales papeles. Vuelvo de nuevo la vista al cine galo para recordar la mejor cinta de evasiones de prisión (con permiso de La gran evasión... y alguna otra, ¡qué difícil es establecer categorías en temas artísticos!): La gran ilusión (La grande illusion, Jean Renoir, 1937), un impresionante canto al espíritu humano y su ansia de libertad y una ácida visión sobre el sentimiento de clase y el espíritu militarista.
Buscando información que añadir a lo que escribí en su día compruebo mi ingenuidad: sí que hay alguien capaz de criticar esta película, como casi cualquier otra, me temo. Encuentro críticas a la "ingenuidad pacifista" de Renoir y su coguionista Charles Spaak, a su "melancolía hacia el viejo régimen" y a "unos rancios ideales que chirrían un tanto con los tradicionales emblemas revolucionarios franceses". Pues quizá, no me atrevo a discutirlo, pero volveré a disfrutar de esta joya del cine y procuraré comprobar por mí mismo si esas críticas están fundadas y si afectan (lo que mucho dudo) al valor artístico y humano de la película de Renoir.
    


    
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No podía olvidar, a la hora de hablar de mis preferencias en la gran pantalla, el Oeste, el más cinematográfico de los géneros. Aprovecho para incluir a otro de mis héroes favoritos, Richard Widmark, actor que de gánster sin escrúpulos en El beso de la muerte pasó a protagonista heroico tras papeles tan convincentes como el abnegado doctor de Pánico en las calles, el patriótico carterista de Manos peligrosas o el gran Jim Bowie de El Álamo.
The Last Wagon —para nosotros La ley del Talión (Delmer Daves, 1956)— es una película no apta para la televisión. Esto lo comprobé cuando la pasaron por TVE o La 2, no estoy seguro, y me sentí estafado al comparar con mis recuerdos lo que se veía en la cuadrada pantalla boba. Su director era uno de aquellos "artesanos" del star system que sabían dónde poner la cámara y por qué, que aprovechaban el formato de pantalla para contar su historia, no para crear bonitas escenas y mostrar hermosos paisajes (lo que no quiere decir que no pudieran hacer ambas cosas y las hicieran). El CinemaScope, en esta y otras películas de la época, era imprescindible, pues cada centímetro de pantalla lo ocupaba la información que el director necesitaba dar al espectador.
En cuanto a la historia, un western tan violento como espectacular, de ritmo medido y narración clásica: el héroe, acusado de tres asesinatos, perseguido por el sheriff justiciero, tiene que elegir entre continuar su huida o conducir sanos y salvos a los colonos atacados por los indios. Su elección, la lógica en un héroe, no será ajena a la atracción de la hermosa Felicia Farr.
Además de Widmark, lucían su buen hacer en la pantalla actores de la talla de George Mathews como el sherif Harper, el joven James Drury, luego famoso intérprete de la serie televisiva El Virginiano, como el teniente Kelly, o el pequeño Tommy Rettig (que acompañaría también a Marilyn Monroe y Robert Mitchum en Río sin retorno) en el papel de Billy.
    


    
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Cuando Jordi Manzanares me desafió a buscar mis diez películas favoritas tuve claro desde el primer momento que entre ellas debería haber al menos un musical. Llegué a la penúltima oportunidad sin haber cumplido con esa decisión, y no estoy muy seguro de si se puede considerar que mi elección se ajustara a esa idea. Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, George Sidney, 1948) es, realmente una cinta de aventuras de capa y espada de exacerbado romanticismo... con gotas de cinismo francés pasado por Hollywood, pero no es casual que el director elegido para realizarla fuera George Sidney, responsable de muchos de los grandes musicales de M-G-M, ni que su protagonista fuera el bailarín Gene Kelly, algo talludito para el papel de D'Artagnan pero que resultó insuperable. El plantel interpretativo era, como es lógico hablando de la productora que tenía más estrellas que el firmamento, deslumbrante: Van Heflin, Vincent Price, Gig Young, Keenan Wynn... la bella June Allyson, la majestuosa Angela Lansbury, la pícara Patricia Medina y la espectacular Lana Turner, que bordó una Milady de Winter inigualable a la que sólo Mylène Demongeot pudo acercarse dos décadas después en una versión francesa de la historia en dos cintas protagonizadas por Gérard Barray.
    



El reparto al completo en una fotografía para la prensa.

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No podía terminar esta lista de diez de mis películas favoritas sin un largometraje de Disney, y después de muchas dudas volví al más clásico, al primer largo animado, no sólo del mago de Burbank, sino de la historia (al menos el primero en color, porque parece que se ha encontrado en Argentina alguna cinta rodada a principios de siglo). La leyenda dice que Fleischer estaba dispuesto a estrenar primero su Gulliver, e incluso se rumorea que se vio impedido a hacerlo por una huelga promovida por Disney. Siempre hay alguien dispuesto a encontrar una conjura en cualquier situación. Lo único confirmado es que Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, Walt Disney prod., 1937 —dirigida por William Cottrell, David Hand, Wilfred Jackson, Larry Morey, Perce Pearce y Ben Sharpsteen—) es muy superior a Gulliver en calidad técnica y que su éxito no fue comparable (me gustaría revisar la cinta de Fleischer, que vi hace tanto tiempo que apenas la recuerdo).
    

   
    
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Con esto llegué a la decena de filmes elegidos. Como ya dije, no son mis "favoritos", sino una pequeña muestra de algunos de ellos, no hay días suficientes para poner todos los que me vienen a la cabeza.
Como coda, el 26 de septiembre me encontré, en el minutado de alguna cadena de televisión, con una coproducción española-liechtensteiniana (!!!), aunque otras fuentes la acreditan como hispano-francesa: La loba y la paloma (Gonzalo Suárez, 1974), protagonizada por una espléndidamente madura Carmen Sevilla, mucho antes de que la hermosa actriz aterrizara en el Cine de barrio, evidentemente.
  
   

Al decir que Carmen Sevilla estaba espléndida no hablo de su labor de actriz, me refiero sólo a su evidente belleza, exhibida generosamente como empezaba a ser habitual en aquellos años predestape del fin del franquismo. La película la pasaban por uno de esos canales en los que consiguen que historias de hora y media nos mantengan pegados a la pantalla durante tres horas...

Con tal motivo, y aprovechando la coyuntura, añado esta cinta a mis diez no favoritas, aunque sólo sea porque en ella aparece un reputado actor británico huésped permanente del cine de Hollywood, Donald Pleasence, además del discreto y atractivo desnudo de la actriz. En cuanto a los valores cinematográficos, lamentablemente, no son demasiados, a mi juicio. Gonzalo Suárez, director que en alguna de sus películas alcanzó un buen nivel, en otras, y ésta es una de ellas, apenas logra el aprobado. Lastrada por una trama poco original resuelta sin demasiado interés la película resulta olvidable. Queda el bonito retrato del paisaje asturiano, en el que la belleza de Carmen Sevilla y de la joven francesa Muriel Català es un atractivo más.
     

   
   
   
  
    
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